Para su lectura específica, en esta página se reúnen los cuentos y fragmentos de novela incluidos en
De todos lo Tepitos posibles... Literatura y fotografía.
Fragmento de novela inédita,
El Chirlo, azares de vida y muerte, publicado en la Revista Cultura Urbana
, número 35-36:
LA LOBITA FEROZ
La Jefa, la escuchó el Chirlo, entre chela y chela, durante un
cotorreo en el que ella estuvo de boquifloja, alguna vez había sido conocida
como la Lobita Feroz, en su pueblo, cerca de Alvarado, Veracruz.
Primero fue la Lobita porque, tan tiernita
como estaba, se le arrancaba a cualquier varón que la mirara o se le acercara
con lascivia. Más delante a ese apelativo le aumentaron lo de Feroz, ya verás
el porqué...
Por
aquellos tiempos, día a día, a la orilla de un río profundo, ella misma iba
notando que le aumentaba ese cuerpecito que dios le dio y que le maduró
demasiado pronto. Era cuando se levantaba temprano para acarrear agua y, de
pasada, sin testigos, aprovechaba el caudal para darse un baño que aplacara el
hervor que recién rebullía dentro de su cuerpo renovado.
En esas ocupaciones fue que la sorprendió el
Zoroco, un criminal pagado, muy dispuesto para obedecer a los caciques del
rumbo. Él regresaba después de haber cumplido una de sus turbias encomiendas.
Era la hora en que la madrugada y el amanecer
esparcen un bruma tupida entre tanta vegetación húmeda de rocío y cuando apenas
se escucha el canto del despertar de los pájaros. El Zoroco había querido
aprovechar esos momentos para lavar en el río la sangre confusa que había salpicado
su rostro, sus manos y sus ropas. Ahí fue donde apenas pudo reconocer a la
Lobita; sus formas nuevas lo atrajeron y, para su mal, lo enamoraron.
Al acercarse le caló más profundo lo que
miró. Después de lo que recién acababa de cometer, no esperaba encontrarse con
ese bien, con esa joven hembra, tan plena, tan diosa en comparación del cabrón
animal que era él. Sus ojos, suavizada la cruel mirada, no hicieron nada más
que recorrer, atónitos, centímetro a centímetro, la tersa piel morena que
escurría transparencias líquidas, la sinuosa desnudes que ella no alcanzó a
esconder.
La Lobita lo reconoció de inmediato. Sabía
quién era el temido Zoroco. No hizo ningún intento por salir huyendo ni por
cubrirse. Más aún, por la apuración, de inmediato le vino a la memoria lo que
había escuchado decir, entre muchas otras malicias, a su vecina, una puta del
pueblo, cuando advirtió el crecimiento de las suyas. Le había dicho estas
frases socarronas: “Dos tetas jalan más que dos carretas, mi’ja. Con ellas a
cualquier arriero lo apendejas y lo haces güey. Aprovéchalas, niña, junto con
el meneo de tus caderas anchas”, meneo las propias y se carcajeó franca y
estruendosa.
La mirada, ayudado por las primeras
claridades del día, que el Zoroco depositaba en toda ella, en su cuerpo
abriéndose en florescencia espléndida, le confirmó el aserto de la puta. Y
antes de que el Zoroco saliera de su estupefacción, la Lobita lo miró y sonrió
con esa prometedora malicia innata en las mujeres. Aunque de inmediato, por
reflejo de autodefensa, anticipándose a lo que él había empezado a elucubrar,
cambió su gesto de aprobación por uno de elocuente rechazo a la agresión hacia
sus formas recientes, las que, de inmediato, ocultó en la acariciante corriente
del río. Con ese actuar contradictorio logró detener las lascivas suposiciones
de aquella bestia que ya se había agazapado preparándose para arrojarse y
disfrutar de lo que le pareció la sugerente aprobación de la muchacha.
El Zoroco ni siquiera pudo recapacitar, la
Lobita enseguida, sin perder un segundo, retomando el modo y el tono de las
palabras que había asimilado de la puta, apenas conteniendo su turbación, le
dijo: “Yo quiero ser tu mujer, no tu puta, Zoroco, porque necesito un hombre
entero como tú. ¿Quieres que sea sólo para ti? ¿Quieres que te ame y viva sólo
para ti? ¿Quieres que te haga lo que sólo a ti quieres que te haga? El Zoroco
nomás atinó a menear la cabeza afirmando. Que así sea, porque yo, nueva como
soy, necesito y deseo un hombre que me proteja de los otros hombres que no dejan
de asediarme. El Zoroco afirmó otra vez meneando la cabeza. Entonces ve mañana
por la tarde a casa de mis padres. Yo me encargo de avisarles que irás para
pedir mi mano, porque te vas a casar conmigo por la buena. Sólo así mi cuerpo
completo será tuyo por fuera y por dentro, sin quejas ni lamentaciones, por
puro placer y satisfacción. El Zoroco, aún desconcertado, inmóvil, la vio salir
del río, meterse dentro del vestido y alejarse despacio.
La Lobita, al apresurar el paso, no pudo
evitar sentir un sentimiento de satisfacción por haber salido bien librada, hasta
ese momento, del muy mal trance que resultaba ser el temido Zoroco. Ahora sólo
le faltaba averiguar cómo hacer para librarse de ese perverso para siempre.
Antes de que ella desapareciera entre el follaje,
el Zoroco reaccionó y alcanzó a gritarle, trémulo: “¡Allá te veo, Lobita!... Mi
Lobita.”
Sus padres recibieron aterrados la noticia que les dio. No
podían creer que su única hija, tan joven, se hubiera enredado con un criminal
tan maleado como el Zoroco -a quien trataban de escabullirla nomás escuchaban
de su presencia en el lugar. La hija no les dijo cómo se había enredado con
aquél, pero sí les insistió que esa era la única forma de amansarlo,
enamorándolo, para que ya no hiciera mal ni tuviera atemorizados a todos los
del pueblo; a todos aquéllos que corrían a esconderse cuando rondaba en busca
del propietario de la parcela que quería adueñarse el cacique, su patrón.
Esa tarde, casi al anochecer, el Zoroco, con
sus veintitantos años de edad, apareció frente a la puerta, manso, peinado,
rasurada su poca barba y limpio -tal vez, recién bañado con jabón de olor-,
vestido su cuerpo prieto, de animal depredador, con guayabera y pantalón
blanco. Después de entrar sin saludar ni pedir permiso, precedido por la
Lobita, encorvado, tomó asiento en la única silla que encontró y, acomodándose,
sin hacer ninguna pausa, un tanto nervioso, con su voz violenta soltó la
letanía desmesurada que, con su poca inteligencia, había pensado y repensado
para convencer de sus buenas intenciones a los acendrados cristianos que eran
los padres de la Lobita. En medio de un silencio de sepultura, sus palabras
resonantes y atrabancadas alcanzaron los oídos de los padres apocados que se
habían refugiado entre penumbras y rezos silenciosos. El Zoroco les dijo que el
día anterior, temprano, había acordado con la Lobita el casorio de ambos, que
entre más pronto mejor, que mandaría adornar con muchas flores perfumadas la
iglesia, que él se encargaría de todos los gastos de la boda porque su labor de
años le había permitido poseer buenos ahorros, que mandaría traer a la capital
del estado el mejor vestido blanco de novia para que la Lobita luciera más
hermosa de lo que de por sí ya se le figuraba, que se volvería un hombre de
bien, que se dedicaría a ordeñar vacas y a cultivar el campo... Al terminar,
sin aliento, sofocado, no dijo más. Esperó ansioso la aprobación de los padres.
Entretanto, no dejó de cavilar que si se la negaban, de todas maneras, de
inmediato, se robaría a la Lobita. Ni el padre ni la madre, aterrados por la
posibilidad de emparentar con el maligno Zoroco, acertaron a pronunciar palabra
(ni siquiera la madre atinó a detener sus silentes oraciones). Entonces, la
Lobita, desde el otro lado del cuartucho, junto al anafre, intervino para decir
que ya nomás era cuestión de fijar la fecha, que sus padres estaban de acuerdo.
“Pero no tan pronto, Zoroco. Espérate un mes. Los pormenores los acordamos tú y
yo. Ahora vete. Disculpa su falta de palabras, pero a mis padres ya les anda
por acostarse, acostumbran dormir temprano para despertar antes de que termine
la madrugada. Mañana, al atardecer, te espero acá afuera, bajo el cobertizo.”
Así le habló la Lobita, firme, anticipando su plan, como si fuera hija de
otros, no de sus padres empavorecidos. El Zoroco la obedeció, pero antes,
torpe, se dirigió hacia ella; queriendo lucir honesto y decente, con buenos
propósitos, le tomó una de las manos y se la besó. Al salir le confirmó: “En la
tarde, Lobita.” A los padres sólo les dirigió una mirada furtiva y una
inclinación de cabeza. Por su parte, una vez que cerró la puerta, la Lobita,
limpió entre sus faldas, como si estuviera muy sucia, la mano que le habían
besado el criminal.
Con sus padres esmirriados, conformes sin remedio, resignados a
la fatalidad, escabullidos en las penumbras de su hogar, la Lobita, bajo el
cobertizo, durante muchas tardes, con demasiadas palabras y promesas, logró
contener las ansias cada vez más impacientes del Zoroco.
¡No, no! Hasta ahí. Contente -le decía-, ya
faltan pocos días. Mientras, prepárate porque entonces sí se te van a cumplir
todos tus deseos... Y seguía hablando sin detenerse ni darle oportunidad de
reaccionar -pues desde la primera ocasión, en el río, le había tomado la
medida-, inquiriendo sobre los preparativos de la boda: ¿Ya encargaste todo?
¿La misa? ¿La banda de música? ¿La comida? ¿La bebida? Quiero que haya mucha
bebida para que todos los invitados se pongan felices sin pretexto. Y tú
también. Ese día piérdete en la borrachera y comienza a ser feliz. Porque de
ahí en adelante, nada de borracheras. Porque voy a querer que tu tiempo
completo sea para mí, óyelo bien, sólo para mí, para tenerte entre mis brazos y
entre mis piernas, amándome. ¿Entiendes en la que te estas metiendo, Zoroco?
¿Ya no andarás ni de furtivo ni en el desmadre? Él nada más atinaba a
responder, todavía obnubilado por la bruma de su enamoramiento: Sí, Lobita...
No, Lobita... al mismo tiempo que intentaba contener sus deseos. De esa manera,
la Lobita logró que se pasaran las horas, los días y las semanas, hasta que
llegó la fecha señalada para celebrar la boda; justo cuando ella, que ya era
conocida como la Lobita Feroz, había madurado su plan.
Desde que en el pueblo se tuvo la certeza de que era la novia (o
la amante, se rumoraba) del temido criminal, le agregaron lo de “Feroz” a su
apelativo. Aunque, en honor a la verdad, se aceptaba que ya en los alrededores
y en el municipio entero se caminaba con más tranquilidad, pues ya no se había
sabido de desaparecidos ni de crímenes. El Zoroco se había apaciguado gracias a
la Lobita Feroz.
Pero los temporales no se habían aplacado.
Una semana antes de la boda, se soltaron los vientos y las tormentas tupidas
venidas desde el cercano Golfo de México. Los senderos estaban anegados, encharcados,
y el caudal del río venía muy cargado, pero no por ello el Zoroco quiso aplazar
su matrimonio.
Está bien. Nos casamos aunque se nos caiga el
cielo encima, le dijo la Lobita, cubierta bajo el tejaban del que se
precipitaban chorros de lluvia que chapoteaban en el lodazal. Y ese día, en
nuestra noche de bodas, vamos a bajar al río, al mismo lugar donde me hallaste
por primera vez. Como me viste, tal cual. Ahí mismo vamos a consumar nuestro
amor.
Con la promesa de ese dicho, menos se
aplazaría el casorio. El Zoroco quedó más que satisfecho, ignorando que esa
decisión se acomodaba al plan concebido por la Lobita Feroz.
Esa tarde, luego de que el cura, azuzado por
el Zoroco, apresurara la celebración de la boda religiosa, con el mejor lujo
posible, manteles blancos, montones de flores puesta sin ton ni son, aquí y
allá, bajo el enorme toldo, cortesía del cacique ausente en la fiesta, los
invitados que llegaron convencidos o empujados por el temor de que el Zoroco se
amuinara a causa de su inasistencia, comieron, de buena o mala gana, pescado,
pollo, puerco o chivo, y bebieron tequila y pulque sin límite, procurados por
la Lobita que, acompañada de su marido, se dio a recorrer cada una de las
mesas. Argumentaba que ese día, todos deberían ser felices como ella. Ándale,
Zoroco, también tú, brinda con los invitados. El Zoroco brindaba -aunque
después de hacerlo con uno y otro y otro, se le iba incrementando el mareo y el
torpe trastabillar- para satisfacción de su mujer. Aunque no se dobló y terminó
bebiendo un trago con todos los varones, en todas las mesas.
Entre truenos y relámpagos, la banda del
pueblo tocó desde el comienzo de la celebración hasta ya avanzada la noche. Y a
pesar de ello, avivadas por la puta del pueblo -invitada personalmente por la misma
Lobita-, sin descanso, embriagadas o no, las parejas bailaron en la improvisada
pista de baile, entre charcos que se formaron por la continua filtración de
hilillos de agua de lluvia que se escurrieron hasta el centro de la tarima,
durante el transcurso del festejo.
Avanzada la noche, cuando el Zoroco, briago y
desbocado, quiso empezar a hacer sus maldades entre los invitados desvalidos,
la Lobita Feroz aprovechó la oportunidad para apaciguarlo, desarmarlo y
llevarlo a la orilla del río.
Ella se le acerco muy juntito. Como te lo
había prometido, Zoroco, vámonos a cumplir con nuestra noche de bodas, le dijo
al oído. No esperemos más.
A pesar de su necia embriaguez, esas palabras
aplacaron al Zoroco. Lo hicieron pensar en todo lo que había padecido al contener
sus deseos de animal solitario, en celo. Ahora los cumpliría con el
consentimiento de la Lobita.
Ella lo tomo del brazo. El tambaleante Zoroco
se dejó llevar y meter bajo la pertinaz llovizna de medianoche, en dirección al
río del que, al aproximarse, alcanzaron a oír el estruendo de su corriente
alebrestada.
A la mañana siguiente, bajo un cielo encapotado, apareció la
Lobita Feroz, amoratada y adolorida, con el vestido de bodas desgarrado y sin
el Zoroco.
Pocos días después, el cuerpo de su marido
fue encontrado un kilómetro río abajo. Lo había ahogado la crecida del río al
que cayó briago después de haber cumplido con sus violentos propósitos
carnales. Esa fue la suposición general avalada por la joven viuda.
La Lobita dijo que no sabía cómo había
sucedido tal acontecimiento. Ella, argumentó, quedó desmayada luego de que él
había vuelto a ser la bestia inhumana que la gente temía. La forzó y violentó
cuando ella había querido que su intimidad se cumpliera de otra manera. La
agresión del Zoroco la dejo inconsciente. Al amanecer, cuando despertó y se
encontró sola, como pudo, regresó al pueblo.
Eso fue lo que la Lobita Feroz declaró a todo
mundo. Y casi todo mundo se lo creyó. Lo que no confesó, y mantuvo oculto por
mucho tiempo, fue que después de que el Zoroco la había abandonado,
considerándola desmayada, tal vez muerta, tambaleante, se acercó al desbocado
caudal del río para lavar, como siempre lo hacía, las manchas que le había
salpicado su crimen. Fue entonces que el plan de la Lobita volvió a tomar
rumbo. Dejó de fingirse desmayada y, a pesar de lo adolorida que se sentía, se
levantó, tomó un macizo trozo de madera que, cumpliendo su plan, había
dispuesto en ese lugar, y aprovechando el descuido del que sería su único
marido en la vida, se le acercó por la espalda. El cuerpo inanimado del Zoroco
cayó dentro de la corriente crecida del río. La lluvia hasta ese momento no
había dejado de caer.
Diego Cornejo Choperena
ME ENCANTO, UN SALUDO DE PRENSA CULTURAL, ANÁLISIS Y CRITICA, CON SEDE EN NEZA...
ResponderBorrarmario a., agradezco tu comentario. Saludos cordiales.
Borrar