ASOMÁNDOSE A LA CALLE. DE LOS BENÉFICOS TALLERES DEDICADOS A LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS EN TEPITO),

ASOMÁNDOSE A LA CALLE. DE LOS BENÉFICOS TALLERES DEDICADOS A LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS EN TEPITO),
ASOMÁNDOSE A LA CALLE. DE LOS BENÉFICOS TALLERES DEDICADOS A LAS NIÑAS Y LOS NIÑOS EN TEPITO.

Narrar y fotografíar

NARRAR Y FOTOGRAFIAR

para Cuauhtémoc García Arteaga, por su gran amistad.


Si me es posible comunicar, la palabra escrita y la imagen fotográfica me son vitales para lograrlo. Por ello, y por el intimo placer (egoísta, tal vez) que me produce hacer fotografía y cuento literario, abro este blog que me permitirá comunicarme y compartir estas vocaciones con familiares, amigos y, quizás, con algunos desconocidos que por curiosidad o por descuido entren en él.


Mi tema, inevitable para mí, es la ciudad y, en lo personal, mi barrio entrañable, que me ha llevado a realizar largos viajar sin abandonar mi habitación y, con ello, rondar entre sus calles y su arquitectura desmoronada y desteñida, vislumbrar sus entrañas, adentrarme en sus noches y sus amaneceres, en sus días opacos, umbríos y, en ocasiones, radiantes, aunque, muchas veces, éstos otorgan pocas esperanzas para esos seres escondidos, parapetados tras algún estereotipo demasiado gastado por la nota roja y por el paso del tiempo.


Por ello, lo sé o, tal vez, lo intuyo: no existe el ser humano que en el trajín de la vida a la sepultura permanezca ausente, inicuo, sin dejar huella. Siendo así, por ironía y paradoja, la gran mayoría de los que habitan estos rumbos obnubilados, me parece, no son los perversos que dejarán su huella criminal en las sombras de las habitaciones y de las vecindades (como lo imaginan los que temen al barrio). Esa huella no la dejarán ellos. Sin embargo, los que, con anticipación, los rechazan, los sancionan y los condenan (a la vez que denigran los estereotipo que sus "buenas conciencias" recrean a cada momento), sí lo harán, como ya lo hacen, sin ningún remordimiento, los políticos, los oligarcas neoliberales, los líderes sindicales, etcétera...

BIBLIOTECA - CUENTOS

para Miguel Donoso Pareja, mi maestro.

Para su lectura específica, en esta página se reúnen los cuentos y fragmentos de novela incluidos en De todos lo Tepitos posibles... Literatura y fotografía.


Fragmento de novela inédita, El Chirlo, azares de vida y muerte, publicado en la Revista Cultura Urbana, número 35-36:


LA LOBITA FEROZ

La Jefa, la escuchó el Chirlo, entre chela y chela, durante un cotorreo en el que ella estuvo de boquifloja, alguna vez había sido conocida como la Lobita Feroz, en su pueblo, cerca de Alvarado, Veracruz. 
Primero fue la Lobita porque, tan tiernita como estaba, se le arrancaba a cualquier varón que la mirara o se le acercara con lascivia. Más delante a ese apelativo le aumentaron lo de Feroz, ya verás el porqué...
 Por aquellos tiempos, día a día, a la orilla de un río profundo, ella misma iba notando que le aumentaba ese cuerpecito que dios le dio y que le maduró demasiado pronto. Era cuando se levantaba temprano para acarrear agua y, de pasada, sin testigos, aprovechaba el caudal para darse un baño que aplacara el hervor que recién rebullía dentro de su cuerpo renovado.
En esas ocupaciones fue que la sorprendió el Zoroco, un criminal pagado, muy dispuesto para obedecer a los caciques del rumbo. Él regresaba después de haber cumplido una de sus turbias encomiendas. 
Era la hora en que la madrugada y el amanecer esparcen un bruma tupida entre tanta vegetación húmeda de rocío y cuando apenas se escucha el canto del despertar de los pájaros. El Zoroco había querido aprovechar esos momentos para lavar en el río la sangre confusa que había salpicado su rostro, sus manos y sus ropas. Ahí fue donde apenas pudo reconocer a la Lobita; sus formas nuevas lo atrajeron y, para su mal, lo enamoraron. 
Al acercarse le caló más profundo lo que miró. Después de lo que recién acababa de cometer, no esperaba encontrarse con ese bien, con esa joven hembra, tan plena, tan diosa en comparación del cabrón animal que era él. Sus ojos, suavizada la cruel mirada, no hicieron nada más que recorrer, atónitos, centímetro a centímetro, la tersa piel morena que escurría transparencias líquidas, la sinuosa desnudes que ella no alcanzó a esconder.
La Lobita lo reconoció de inmediato. Sabía quién era el temido Zoroco. No hizo ningún intento por salir huyendo ni por cubrirse. Más aún, por la apuración, de inmediato le vino a la memoria lo que había escuchado decir, entre muchas otras malicias, a su vecina, una puta del pueblo, cuando advirtió el crecimiento de las suyas. Le había dicho estas frases socarronas: “Dos tetas jalan más que dos carretas, mi’ja. Con ellas a cualquier arriero lo apendejas y lo haces güey. Aprovéchalas, niña, junto con el meneo de tus caderas anchas”, meneo las propias y se carcajeó franca y estruendosa.
La mirada, ayudado por las primeras claridades del día, que el Zoroco depositaba en toda ella, en su cuerpo abriéndose en florescencia espléndida, le confirmó el aserto de la puta. Y antes de que el Zoroco saliera de su estupefacción, la Lobita lo miró y sonrió con esa prometedora malicia innata en las mujeres. Aunque de inmediato, por reflejo de autodefensa, anticipándose a lo que él había empezado a elucubrar, cambió su gesto de aprobación por uno de elocuente rechazo a la agresión hacia sus formas recientes, las que, de inmediato, ocultó en la acariciante corriente del río. Con ese actuar contradictorio logró detener las lascivas suposiciones de aquella bestia que ya se había agazapado preparándose para arrojarse y disfrutar de lo que le pareció la sugerente aprobación de la muchacha.
El Zoroco ni siquiera pudo recapacitar, la Lobita enseguida, sin perder un segundo, retomando el modo y el tono de las palabras que había asimilado de la puta, apenas conteniendo su turbación, le dijo: “Yo quiero ser tu mujer, no tu puta, Zoroco, porque necesito un hombre entero como tú. ¿Quieres que sea sólo para ti? ¿Quieres que te ame y viva sólo para ti? ¿Quieres que te haga lo que sólo a ti quieres que te haga? El Zoroco nomás atinó a menear la cabeza afirmando. Que así sea, porque yo, nueva como soy, necesito y deseo un hombre que me proteja de los otros hombres que no dejan de asediarme. El Zoroco afirmó otra vez meneando la cabeza. Entonces ve mañana por la tarde a casa de mis padres. Yo me encargo de avisarles que irás para pedir mi mano, porque te vas a casar conmigo por la buena. Sólo así mi cuerpo completo será tuyo por fuera y por dentro, sin quejas ni lamentaciones, por puro placer y satisfacción. El Zoroco, aún desconcertado, inmóvil, la vio salir del río, meterse dentro del vestido y alejarse despacio. 
La Lobita, al apresurar el paso, no pudo evitar sentir un sentimiento de satisfacción por haber salido bien librada, hasta ese momento, del muy mal trance que resultaba ser el temido Zoroco. Ahora sólo le faltaba averiguar cómo hacer para librarse de ese perverso para siempre.
Antes de que ella desapareciera entre el follaje, el Zoroco reaccionó y alcanzó a gritarle, trémulo: “¡Allá te veo, Lobita!... Mi Lobita.”


Sus padres recibieron aterrados la noticia que les dio. No podían creer que su única hija, tan joven, se hubiera enredado con un criminal tan maleado como el Zoroco -a quien trataban de escabullirla nomás escuchaban de su presencia en el lugar. La hija no les dijo cómo se había enredado con aquél, pero sí les insistió que esa era la única forma de amansarlo, enamorándolo, para que ya no hiciera mal ni tuviera atemorizados a todos los del pueblo; a todos aquéllos que corrían a esconderse cuando rondaba en busca del propietario de la parcela que quería adueñarse el cacique, su patrón.
Esa tarde, casi al anochecer, el Zoroco, con sus veintitantos años de edad, apareció frente a la puerta, manso, peinado, rasurada su poca barba y limpio -tal vez, recién bañado con jabón de olor-, vestido su cuerpo prieto, de animal depredador, con guayabera y pantalón blanco. Después de entrar sin saludar ni pedir permiso, precedido por la Lobita, encorvado, tomó asiento en la única silla que encontró y, acomodándose, sin hacer ninguna pausa, un tanto nervioso, con su voz violenta soltó la letanía desmesurada que, con su poca inteligencia, había pensado y repensado para convencer de sus buenas intenciones a los acendrados cristianos que eran los padres de la Lobita. En medio de un silencio de sepultura, sus palabras resonantes y atrabancadas alcanzaron los oídos de los padres apocados que se habían refugiado entre penumbras y rezos silenciosos. El Zoroco les dijo que el día anterior, temprano, había acordado con la Lobita el casorio de ambos, que entre más pronto mejor, que mandaría adornar con muchas flores perfumadas la iglesia, que él se encargaría de todos los gastos de la boda porque su labor de años le había permitido poseer buenos ahorros, que mandaría traer a la capital del estado el mejor vestido blanco de novia para que la Lobita luciera más hermosa de lo que de por sí ya se le figuraba, que se volvería un hombre de bien, que se dedicaría a ordeñar vacas y a cultivar el campo... Al terminar, sin aliento, sofocado, no dijo más. Esperó ansioso la aprobación de los padres. Entretanto, no dejó de cavilar que si se la negaban, de todas maneras, de inmediato, se robaría a la Lobita. Ni el padre ni la madre, aterrados por la posibilidad de emparentar con el maligno Zoroco, acertaron a pronunciar palabra (ni siquiera la madre atinó a detener sus silentes oraciones). Entonces, la Lobita, desde el otro lado del cuartucho, junto al anafre, intervino para decir que ya nomás era cuestión de fijar la fecha, que sus padres estaban de acuerdo. “Pero no tan pronto, Zoroco. Espérate un mes. Los pormenores los acordamos tú y yo. Ahora vete. Disculpa su falta de palabras, pero a mis padres ya les anda por acostarse, acostumbran dormir temprano para despertar antes de que termine la madrugada. Mañana, al atardecer, te espero acá afuera, bajo el cobertizo.” Así le habló la Lobita, firme, anticipando su plan, como si fuera hija de otros, no de sus padres empavorecidos. El Zoroco la obedeció, pero antes, torpe, se dirigió hacia ella; queriendo lucir honesto y decente, con buenos propósitos, le tomó una de las manos y se la besó. Al salir le confirmó: “En la tarde, Lobita.” A los padres sólo les dirigió una mirada furtiva y una inclinación de cabeza. Por su parte, una vez que cerró la puerta, la Lobita, limpió entre sus faldas, como si estuviera muy sucia, la mano que le habían besado el criminal.

Con sus padres esmirriados, conformes sin remedio, resignados a la fatalidad, escabullidos en las penumbras de su hogar, la Lobita, bajo el cobertizo, durante muchas tardes, con demasiadas palabras y promesas, logró contener las ansias cada vez más impacientes del Zoroco. 
¡No, no! Hasta ahí. Contente -le decía-, ya faltan pocos días. Mientras, prepárate porque entonces sí se te van a cumplir todos tus deseos... Y seguía hablando sin detenerse ni darle oportunidad de reaccionar -pues desde la primera ocasión, en el río, le había tomado la medida-, inquiriendo sobre los preparativos de la boda: ¿Ya encargaste todo? ¿La misa? ¿La banda de música? ¿La comida? ¿La bebida? Quiero que haya mucha bebida para que todos los invitados se pongan felices sin pretexto. Y tú también. Ese día piérdete en la borrachera y comienza a ser feliz. Porque de ahí en adelante, nada de borracheras. Porque voy a querer que tu tiempo completo sea para mí, óyelo bien, sólo para mí, para tenerte entre mis brazos y entre mis piernas, amándome. ¿Entiendes en la que te estas metiendo, Zoroco? ¿Ya no andarás ni de furtivo ni en el desmadre? Él nada más atinaba a responder, todavía obnubilado por la bruma de su enamoramiento: Sí, Lobita... No, Lobita... al mismo tiempo que intentaba contener sus deseos. De esa manera, la Lobita logró que se pasaran las horas, los días y las semanas, hasta que llegó la fecha señalada para celebrar la boda; justo cuando ella, que ya era conocida como la Lobita Feroz, había madurado su plan.


Desde que en el pueblo se tuvo la certeza de que era la novia (o la amante, se rumoraba) del temido criminal, le agregaron lo de “Feroz” a su apelativo. Aunque, en honor a la verdad, se aceptaba que ya en los alrededores y en el municipio entero se caminaba con más tranquilidad, pues ya no se había sabido de desaparecidos ni de crímenes. El Zoroco se había apaciguado gracias a la Lobita Feroz.
Pero los temporales no se habían aplacado. Una semana antes de la boda, se soltaron los vientos y las tormentas tupidas venidas desde el cercano Golfo de México. Los senderos estaban anegados, encharcados, y el caudal del río venía muy cargado, pero no por ello el Zoroco quiso aplazar su matrimonio.
Está bien. Nos casamos aunque se nos caiga el cielo encima, le dijo la Lobita, cubierta bajo el tejaban del que se precipitaban chorros de lluvia que chapoteaban en el lodazal. Y ese día, en nuestra noche de bodas, vamos a bajar al río, al mismo lugar donde me hallaste por primera vez. Como me viste, tal cual. Ahí mismo vamos a consumar nuestro amor. 
Con la promesa de ese dicho, menos se aplazaría el casorio. El Zoroco quedó más que satisfecho, ignorando que esa decisión se acomodaba al plan concebido por la Lobita Feroz.
Esa tarde, luego de que el cura, azuzado por el Zoroco, apresurara la celebración de la boda religiosa, con el mejor lujo posible, manteles blancos, montones de flores puesta sin ton ni son, aquí y allá, bajo el enorme toldo, cortesía del cacique ausente en la fiesta, los invitados que llegaron convencidos o empujados por el temor de que el Zoroco se amuinara a causa de su inasistencia, comieron, de buena o mala gana, pescado, pollo, puerco o chivo, y bebieron tequila y pulque sin límite, procurados por la Lobita que, acompañada de su marido, se dio a recorrer cada una de las mesas. Argumentaba que ese día, todos deberían ser felices como ella. Ándale, Zoroco, también tú, brinda con los invitados. El Zoroco brindaba -aunque después de hacerlo con uno y otro y otro, se le iba incrementando el mareo y el torpe trastabillar- para satisfacción de su mujer. Aunque no se dobló y terminó bebiendo un trago con todos los varones, en todas las mesas.
Entre truenos y relámpagos, la banda del pueblo tocó desde el comienzo de la celebración hasta ya avanzada la noche. Y a pesar de ello, avivadas por la puta del pueblo -invitada personalmente por la misma Lobita-, sin descanso, embriagadas o no, las parejas bailaron en la improvisada pista de baile, entre charcos que se formaron por la continua filtración de hilillos de agua de lluvia que se escurrieron hasta el centro de la tarima, durante el transcurso del festejo.
Avanzada la noche, cuando el Zoroco, briago y desbocado, quiso empezar a hacer sus maldades entre los invitados desvalidos, la Lobita Feroz aprovechó la oportunidad para apaciguarlo, desarmarlo y llevarlo a la orilla del río.
Ella se le acerco muy juntito. Como te lo había prometido, Zoroco, vámonos a cumplir con nuestra noche de bodas, le dijo al oído. No esperemos más.
A pesar de su necia embriaguez, esas palabras aplacaron al Zoroco. Lo hicieron pensar en todo lo que había padecido al contener sus deseos de animal solitario, en celo. Ahora los cumpliría con el consentimiento de la Lobita.
Ella lo tomo del brazo. El tambaleante Zoroco se dejó llevar y meter bajo la pertinaz llovizna de medianoche, en dirección al río del que, al aproximarse, alcanzaron a oír el estruendo de su corriente alebrestada.


A la mañana siguiente, bajo un cielo encapotado, apareció la Lobita Feroz, amoratada y adolorida, con el vestido de bodas desgarrado y sin el Zoroco.
Pocos días después, el cuerpo de su marido fue encontrado un kilómetro río abajo. Lo había ahogado la crecida del río al que cayó briago después de haber cumplido con sus violentos propósitos carnales. Esa fue la suposición general avalada por la joven viuda.
La Lobita dijo que no sabía cómo había sucedido tal acontecimiento. Ella, argumentó, quedó desmayada luego de que él había vuelto a ser la bestia inhumana que la gente temía. La forzó y violentó cuando ella había querido que su intimidad se cumpliera de otra manera. La agresión del Zoroco la dejo inconsciente. Al amanecer, cuando despertó y se encontró sola, como pudo, regresó al pueblo. 
Eso fue lo que la Lobita Feroz declaró a todo mundo. Y casi todo mundo se lo creyó. Lo que no confesó, y mantuvo oculto por mucho tiempo, fue que después de que el Zoroco la había abandonado, considerándola desmayada, tal vez muerta, tambaleante, se acercó al desbocado caudal del río para lavar, como siempre lo hacía, las manchas que le había salpicado su crimen. Fue entonces que el plan de la Lobita volvió a tomar rumbo. Dejó de fingirse desmayada y, a pesar de lo adolorida que se sentía, se levantó, tomó un macizo trozo de madera que, cumpliendo su plan, había dispuesto en ese lugar, y aprovechando el descuido del que sería su único marido en la vida, se le acercó por la espalda. El cuerpo inanimado del Zoroco cayó dentro de la corriente crecida del río. La lluvia hasta ese momento no había dejado de caer.

Diego Cornejo Choperena



Recreación

para Raúl Cornejo

Todo es posible. ¿O no? Dímelo tú. Incluso el salto de una perra preñada que en el vuelo va pariendo a su prole, embarrándola en el viento; quizás la deja abandonada en la ventana del sueño, en el  vano, en la jamba, bajo el umbral, en el humo de los cristales hechos añicos, o quizás cada cría atraviese el horizonte de un invierno. Tal vez  pudiera ocurrir que distinguiéramos al cachorro que quedó incrustado en una brizna de nieve. En las nieves que se desintegran y permanecen perennes como el recuerdo de la vocecita de mi hijo. Lo extraño. Dímelo tú si no. Para que me aliviane y me sostenga. Para que me ayude a dominar el miedo y el terror de estar encerrado o de pie frente a un filo agudo, tras una barda pequeña. Con un cabrón dando mandobles desde el otro lado, usando una navajita que me provoca carcajadas y, a la vez, miedo, mucho miedo. Y mi compadre como si nada. Desafiando al ojete que no se acerca, que le teme a la botella quebrada, como con colmillos afilados, del Chuchín. Empuña con miedo su navaja. Parece que quiere matar y no quiere. Lo invade el miedo y la vergüenza. Vergüenza por que si se abre, los del barrio le dirán que es un ra­jón, que cómo es posible. Los güevos sólo los cargan los cabrones de veras. Y sí, es cierto. Chuchín lo demuestra, ni para atrás ni para adelante. Al menos eso dis­tinguía yo. También escuchaba las mentadas que nos mandaban las viejas desde las azoteas y los balcones. Decían que dejáramos al cabrón de la navajita, que montoneros hijos de la chingada. Y yo me atolondraba más con esos gritos y la calina y la briaga y el miedo amontonados en la cabeza, sintiendo el cuerpo hecho de humo y lodo, sin entender por qué llegó ése amenazando al Chuchín, por qué lo quiere matar. Y yo, ni madres, no me meto, no los separo. Si quieren que los calmen ellos, Rubén y el Alemán. Ellos que se fugaron cuando llegó el de la navajita. Corrieron a ponerse a salvo entre las putas del vecindario. Ahora Rubén carga a su chavito y el Alemán abraza a su querida. Gritan, trepados en sus balcones como guacamayas. Ni madres, ni madres, que bajen ellos a desapartarlos. ¿Qué no se dieron cuenta que hace rato lo intenté y se les encresparon más las muecas de odio? Y no, con Chuchín no me bronqueo, no hay necesidad. Si se quiere morir que se muera. Yo seré el primero en ir a su velorio y en acompañar su cadáver al panteón. Por algo es mi compadre. Por eso desde niños andamos juntos. Al principio nos caíamos mal, nos dábamos nuestros buenos puñetazos, nos ahuecábamos el cuero, duro y bonito. Por lo encajoso, pleitero y cabrón que es. Ama el pleito, a eso se debe que sea así. Yo me parezco a él. No me atemori­zan sus puños. Esa es la razón de que finalmente nos hiciéramos compadres, buenos compadres. Dímelo tú. Aunque compadres y todo, aun así nos acomodábamos madrazos chingones; nos sorrajábamos las mejores mañas que nos sabíamos. Y aquello por causa de sus ondas. Que no me agarres o te rajo tu pinche madre. ¿Que qué transa, por qué te calientas conmigo? ¡Suéltame! Y su coraje se vuelve contra mí y yo no, éste no se desquita con su compadre. Aprieto los puños y las venas se me hinchan y pan-pun-cuas, ninguno se da por vencido hasta que nos separan. Sangre que escurre de la nariz, alguna herida en las cejas y los labios, cabellos enredados entre los dedos y pellejos en las uñas, era lo que nos quedaba de la bronca. Luego, mientras se nos encostraban las heridas, nos íbamos a continuar o iniciar una borrachera. Así que no tiene caso. Si lo separo él tiene una botella y yo otra. Chance y aquí sí me quedo yo o se queda él. O chance y el de la navajita se aprovecha y adiós compadre. No, que vengan ellos. Que bajen. Pero no bajan y siguen gritando, vociferando entre el coro desafinado de putas, con la querida del Alemán dirigiendo la orquesta. ¡Pinche vieja! Apenas se puede creer que el Alemán la padrotee y que todavía lo deje tener aparte una noviecita santa. Y grita y se prende del pescuezo del culero que se carcajea mirando cómo se fuga el de la navajita. Lo siguen el Chuchín y su hermano, el Picochulo. Lo persiguen apedreándolo. Pero el de la navajita se salvó de que lo alcanzaran. Nomás lo persiguieron hasta la esquina de la cuadra y se regresaron. Las viejas de los balcones recogieron sus gritos como si recogieran su ropa de los tendederos. Echaron una mirada de soslayo y se metieron en sus madrigueras.
Chuchín y el Picochulo regresan sonriendo muy satisfechos. Sobre el rostro del Chuchín escurre el sudor que cae en su camisa mugrienta de hojalatero. Salú, dice, y se empina la garrafa de pulque. No trastabilla, se sostiene como si la borrachera que antes de la bronca lo tenía zumbado ni hubiera existido. Hasta se me cortó, dice y se bebe otro buche. El Picochulo se despide dándome palmadas en la espalda y recomendando a su hermano que se cuide. Nos quedamos solos otra vez. Bueno, no tan solos, porque algunos ojillos que pasan o que miran desde las ventanas nos custodian o nos condenan y se cuidan de nosotros. Nos vale. Nosotros nos sentamos en el quicio del edificio. Bebemos turnándonos la botella. Mientras, la tarde va cayendo como la bebida en mi estómago. El calor todavía calienta el aire que flota y desfigura el pavimento. Exhalo eructos. A lo lejos se escucha a Bienvenido Granda o a la Sonora Santanera o a Rigo Tovar. Chuchín y yo aprovechamos para acompañarlos en sus tonadas, a pesar de las risillas de los chiquillos o de los cuates que pasan y se detienen para saludarme o hacerme una invitación: que vente a jugar futbol al equipo de Hacienda; que mañana se casa mi hermana, vas. Dímelo tú. ¡Esos son los cuates! No se olvidan de mí aunque sólo los visito cada fin de año. Y abrazan y abrazan y ya me tienen fastidiado y a alguno que otro que me cae gordo lo mando a chingar a su madre. No responden ni respingan, saben quien es Raúl Cornejo, alias el Brasil, mal conocido por el Chanclotas. Lo de Brasil es por mi buen futbol, ellos lo reconocen; lo del Chanclotas, mejor ai muere. Pero por ahora todos se van, nos dejan abandonados como si fuéramos ánimas condenadas a vagar por Tepito. Al final de cuentas, no me importa. Que se alejen de mi paisaje de callejón flotante, de zumbido que deviene angustia porque Chuchín ahora se bronquea con uno que empuña un puñal, no una navajita, sino un puñal aguzado y fino como un picahielo. Se la mientan y sólo esa bardita contiene la furia que se desborda en cada insulto que golpea el viento del anochecer. Yo los veo como si navegara y presenciara el pleito a través de un ojo de buey. Balbuceo alguna palabra briaga, algún dialecto de borracho que ni yo entiendo. En eso, el que está  del otro lado, se deja venir en mi contra, sin alcanzar a tocarme. Chuchín, entre la penumbra del alumbrado público, se aprovecha y lo ataca. Los dos se enfrasca y se mezclan y se revuelcan. Chuchín con su botella colmilluda y el otro con su puñal. Luego yo me acerco y le entro. Cuando me doy cuenta ya vamos correteando al gandalla del puñal. Caigo y Chuchín me levanta para que prosigamos la persecución. Pero se nos escapó. Sólo durante unas cuadras tratamos de alcanzarlo. Sangrando, se perdió en el barrio. Regresamos carcajeándonos, aún más briagos que sobrios, a la botella, a seguirla de nuevo. Nomás que esta vez nos fuimos a la casa de Chuchín. No estaba mi comadre ni mi ahijado y hasta la mañana siguiente regresaría de visitar a sus padres. Allí llegamos con la intención de ver el boxeo, caer vencidos en los sillones y despanzurrar un sueño. Sentado tuve la creencia de que por fin terminaban mis preocupaciones en el canijo Tepito y de que por fin me resguardaba del peligro de sus calles umbrosas. Creí que me cobijaría el sueño en la casa del Chuchín, quien cayó súbitamente, resollando como toro. Pensé que lo había derrotado la borrachera. Más tarde supe que no. Dímelo tú. Ni se movía, sólo miraba la televisión, resoplando un sonido que más parecía salido de un socavón que de mi compadre. Era una especie de gruñido, era su agonía. Derechito, con la vista puesta en la pantalla, se fue doblando. Ahí se quedó, porque yo me dormí hasta que vino su mujer al día siguiente. Gritó señalando la mancha medio coagulada que había bajo el cuerpo de mi compadre. Me despertó ese aullido que se eternizó en el hocico de mi comadre. Reaccioné y, bien crudo, quise levantar a mi compadre para llevarlo a un hospital, pero nomás no lo logré. Estaba enroscado, frío, muy pesado, atiesado para siempre. Vinieron los vecinos y luegoluego creyeron comprender lo que había sucedido: que yo, aconsejado por la borrachera, le agujereé la panza y luego me tendí a dormir, sin ningún remordimiento de conciencia. Yo ni podía responder, cantaba la guácara en el baño. Luego, ya cuando me refundieron en el tambo, mi mujer me trajo la explicación. Me dijo que el de la navajita tenía broncas de mucho tiempo con el Chuchín y era hermano del que llegó des­pués con el puñal. Lo que siguió ya te lo sabes. ¿O no?

'Ora te toca a ti. Cuén­tame tu historia. Me gusta oírla. Me caga de risa tu mala suerte. Mira tú que por robarte un litro de leche ya tengas siete años enjaulado y sin saber si has sido condenado o no, esperando que la justicia se acuerde de ti. Chance y hasta creen que ya andas libre, robándote otra vez la leche para tus hijos y suponiendo que tarde o temprano volverás a caer en sus manos. Anímate, cabrón, no estés triste. Cuén­tame tu historia. Tenemos que entretenernos para que el tiempo pase aprisa. Quien quita y en una de tantas vienen a soltarnos y a pedirnos disculpas por su equivocación. 

Diego Cornejo Choperena





El repiqueteo de la lluvia


L
a lluvia tupida choca contra el techo. Forma corrientes en los canales de lámina y caen en chorros que deforman el lodo del piso. Dentro del cuarto, el Picochulo escucha. Abre los ojos desmesurados. Encuentra las sombras que lo aproximan al Muñeco, a su muerte bajo el chubasco. Y vuelve a cerrar los ojos; aprieta los párpados. Quiere olvidar la sangre que escurre del techo y cae en la alcantarilla por la que se fue la lluvia de su amigo. Un escalofrío lo estremece. Huyen. Las calles enlodadas les impiden escapar. El Muñeco tropieza. No logró levantarse. Le traían ganas porque se había metido donde ni yo me imaginaba que se atrevería a entrar. Fue algo tan vale madres como que exista una banda de putos tan cabrona, brava; cuando él me lo contó, de repente, en medio de la lluvia, en montón, se nos dejaron venir y no nos quedó más que pelarnos, escapar a través de la madrugada que lo empapa de tanto pesar que le echa encima. Nos persiguieron entre los charcos, arrojando amenazas con sus voces de maricas. ¡Párense ai, culeros, o valen para pura chingada! Pero no, no ahora que los filos acechan. Ahora que anda bien méndigo, sin un billete para pasárselo a los tiras y, cuando menos por hoy, que lo dejen en paz, escuchando el repiqueteo de la lluvia, el resonar de los relámpagos que se cuelan a través de las paredes salitrosas, de los tinacos, de los techos de lámina. Escapa en busca de cuartos derruidos. Atrás se queda el Muñeco, rogándole que le ayude con sus lamentos desesperados. Corre, se adentra en el sudor de su ser, en la habitación que suena a cuerpo mutilado. Todo por puras mamadas. Ondas del Muñeco que se paseaba entre las chavas rodeadas de cumbias, creyéndose muy galán según él. Sólo que llegó a la esquina donde encontró a la chava enamorada que era el Bardot  -con su fama de ser una cabrona bien ojete-, que le dio vuelo en el baile, repegada a él en la penumbra, dejándose hacer, hasta que al Muñeco le entró el arrepentimiento y eso no le gustó al Bardot. Desde ahí empezó a saberse que de ella o de nadie, sentenció al Muñeco. Ya conocíamos que al Bardot le dolía mucho la burla y más el desengaño. Lo buscó, le regaló, le ofreció moneda, le rogó al Muñeco, que terminó riendo con sarcasmo o, más bien, sacado de onda por el asedio, que nunca se imaginó, del Bardot. Y ni para qué meterse en esas broncas, en ese pavor que retiene mis pies hundidos en el suelo, apretujándome a un muro. Alcanzo a percibir aquellos maquillajes escurridos que se acercan amenazantes. Caen sobre él. En un momento, el Muñeco queda desarticulado, acarreado por la lluvia que corre como río. Más allá, hundido en la angustia, el Picochulo recorre las calles caídas. Entra en las viviendas deshabitadas de la madrugada. Los tiras que desencadenó la acusación del Bardot, lo acechan como perros hambrientos. Lo agobia el temor de que salten sobre él y lo devoren. Empiezan por las piernas, causándole ese dolor que lo obliga a abrir los ojos llorosos para recordar cómo el Bardot y su banda se cebaron en el Muñeco. Lo abandonaron en un charco turbio, masacrado, gacho. Eso es lo que más le atormenta, que el patio de la vecindad le parece inalcanzable; cada intento por acercarse a la puerta desvencijada, lo aleja, lo separa de su posible salvación. Imagina que nunca alcanzará la penumbra en la que quiere confundirse entre los cuerpos deshilachados que cuelgan de los tendederos. Cuando finalmente lo logra, los tiras se arrojan sobre él. Lo atrapan antes de que se diluya en la sombra. ¡Yo no fui, se lo juro, jefe! ¡Yo no maté al Muñeco! El tira lo ve, se prepara para abrirlo en canal y esculcarle las entrañas. ¿Entonces por qué corrías, cabroncito? Es que tenía miedo. ¿Miedo de qué, a quién? Calla, no se atreve a pronunciar que le teme al Bardot, a su banda de putos, a los tiras, a la muerte que cae como lluvia sobre las láminas del techo de aquel cuarto en el que la imagen persistente de su amigo se desarticula. De repente cree que vuelve a escuchar los lamentos agónicos del difunto... Dosfilos permanece quieto, con los ojos bien abiertos. Ansía que pronto termine el repiqueteo de esa pinche madrugada lluviosa.

Diego Cornejo Choperena


(Esta ficción fue publicada en la revista Cultura Urbana, número 12, año 2006, dirigida por Juan José Reyes y editada por la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM).) 

2 comentarios:

  1. ME ENCANTO, UN SALUDO DE PRENSA CULTURAL, ANÁLISIS Y CRITICA, CON SEDE EN NEZA...

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