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Tarde de lluvia, serie La venus mira desde el balcón. Plata-gelatina | |
El repiqueteo de la lluvia
a lluvia tupida choca contra el techo. Forma corrientes en los canales de lámina y caen en chorros que deforman el lodo del piso. Dentro del cuarto, el Picochulo escucha. Abre los ojos desmesurados. Encuentra las sombras que lo aproximan al Muñeco, a su muerte bajo el chubasco. Y vuelve a cerrar los ojos; aprieta los párpados. Quiere olvidar la sangre que escurre del techo y cae en la alcantarilla por la que se fue la lluvia de su amigo. Un escalofrío lo estremece. Huyen. Las calles enlodadas les impiden escapar. El Muñeco tropieza. No logró levantarse. Le traían ganas porque se había metido donde ni yo me imaginaba que se atrevería a entrar. Fue algo tan vale madres como que exista una banda de putos tan cabrona, brava; cuando él me lo contó, de repente, en medio de la lluvia, en montón, se nos dejaron venir y no nos quedó más que pelarnos, escapar a través de la madrugada que lo empapa de tanto pesar que le echa encima. Nos persiguieron entre los charcos, arrojando amenazas con sus voces de maricas. ¡Párense ai, culeros, o valen para pura chingada! Pero no, no ahora que los filos acechan. Ahora que anda bien méndigo, sin un billete para pasárselo a los tiras y, cuando menos por hoy, que lo dejen en paz, escuchando el repiqueteo de la lluvia, el resonar de los relámpagos que se cuelan a través de las paredes salitrosas, de los tinacos, de los techos de lámina. Escapa en busca de cuartos derruidos. Atrás se queda el Muñeco, rogándole que le ayude con sus lamentos desesperados. Corre, se adentra en el sudor de su ser, en la habitación que suena a cuerpo mutilado. Todo por puras mamadas. Ondas del Muñeco que se paseaba entre las chavas rodeadas de cumbias, creyéndose muy galán según él. Sólo que llegó a la esquina donde encontró a la chava enamorada que era el Bardot -con su fama de ser una cabrona bien ojete-, que le dio vuelo en el baile, repegada a él en la penumbra, dejándose hacer, hasta que al Muñeco le entró el arrepentimiento y eso no le gustó al Bardot. Desde ahí empezó a saberse que de ella o de nadie, sentenció al Muñeco. Ya conocíamos que al Bardot le dolía mucho la burla y más el desengaño. Lo buscó, le regaló, le ofreció moneda, le rogó al Muñeco, que terminó riendo con sarcasmo o, más bien, sacado de onda por el asedio, que nunca se imaginó, del Bardot. Y ni para qué meterse en esas broncas, en ese pavor que retiene mis pies hundidos en el suelo, apretujándome a un muro. Alcanzo a percibir aquellos maquillajes escurridos que se acercan amenazantes. Caen sobre él. En un momento, el Muñeco queda desarticulado, acarreado por la lluvia que corre como río. Más allá, hundido en la angustia, el Picochulo recorre las calles caídas. Entra en las viviendas deshabitadas de la madrugada. Los tiras que desencadenó la acusación del Bardot, lo acechan como perros hambrientos. Lo agobia el temor de que salten sobre él y lo devoren. Empiezan por las piernas, causándole ese dolor que lo obliga a abrir los ojos llorosos para recordar cómo el Bardot y su banda se cebaron en el Muñeco. Lo abandonaron en un charco turbio, masacrado, gacho. Eso es lo que más le atormenta, que el patio de la vecindad le parece inalcanzable; cada intento por acercarse a la puerta desvencijada, lo aleja, lo separa de su posible salvación. Imagina que nunca alcanzará la penumbra en la que quiere confundirse entre los cuerpos deshilachados que cuelgan de los tendederos. Cuando finalmente lo logra, los tiras se arrojan sobre él. Lo atrapan antes de que se diluya en la sombra. ¡Yo no fui, se lo juro, jefe! ¡Yo no maté al Muñeco! El tira lo ve, se prepara para abrirlo en canal y esculcarle las entrañas. ¿Entonces por qué corrías, cabroncito? Es que tenía miedo. ¿Miedo de qué, a quién? Calla, no se atreve a pronunciar que le teme al Bardot, a su banda de putos, a los tiras, a la muerte que cae como lluvia sobre las láminas del techo de aquel cuarto en el que la imagen persistente de su amigo se desarticula. De repente cree que vuelve a escuchar los lamentos agónicos del difunto... Dosfilos permanece quieto, con los ojos bien abiertos. Ansía que pronto termine el repiqueteo de esa pinche madrugada lluviosa.
Diego Cornejo Choperena
EN EL CACHÉ, SEGÚN FERNANDO RAMÍREZ "EL POETA", LA MANO IZQUIERDA ES LA PRINCIPAL.
Conociendo ese principio, en Tepito hace siglos (que en verdad son un chingo de lustros) se disfruta el baile popular a todo lo que da, ya sea danzón, guaracha, son montuno, salsa o el ritmo que suene, por igual se goza y se baila.
Dicen por acá que debido a la revolución cubana, durante los años cincuentas del siglo pasado, llegaron al barrio muchos cubanos, que eran boxeadores, músicos o compositores; Celio González entre ellos. Patio de vecindad, es de su autoría y, se afirma por aquí, que la dedicó al 13 de Caridad, sitio donde habitó por un tiempo.
En el patio de esa vecindad, don Ángel, se dice también, influido por el ritmo de aquellos isleños, comenzó a sacar su consola familia para amenizar las tardes sabatinas... Y desde ahí se inició el caché (no "tibiritábara", como le dicen los fuereños) en el barrio , el amor por el baile popular.
Posteriormente, durante los años setentas y ochentas el caché se desbordó hacia las calles, donde cientos de jóvenes bailarían de a brinquito, como dice la canción, siguiendo el ritmos estridente de los sonideros tepiteños: la Socia, La Changa, Sonido Pancho, Sonido Casa Blanca y otros más..
Sean verdad o no esas afirmaciones, de todas maneras, en Tepito, el baile es rey desde hace mucho, mucho, tiempo...
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